* A los quince años, ese niño tenía cara de delincuente, no del que robaría un terrón de azúcar mal puesto, pero sí te tomaría por incauto al menor descuido. Se llamaba Sebastián. Era de los que cuando besaba, sus labios carnosos sabían a guayaba; no esperaba verlo luego de tanto tiempo en aquel callejón cerca de casa, el lugar de costumbre donde se anidaba nuestros encuentros furtivos.
Aún lucía como un pordiosero, sin embargo un zarcillo con gema de zafiro en su oreja izquierda le hacía espacial, pertenecía a su bisabuela, comentó después de un par de cervezas y caminar sobre la arena de aquellas playas de Sucre. Me hipnotizaba su andar, siempre con los codos abiertos, marcando presencia y desafiando a todo aquel que se le cruzara. Me sentí seguro, siempre me sentí seguro a su lado. Me ví diluido entre los callejones del pueblo sin ser amenazado, como si nunca hubiese cortado el cordón umbilical que me une a esta tierra. Por un instante parecía que el tiempo se había detenido desde nuestro último encuentro, todo parecía íntimo. Me dejé seducir por su canto una vez más, como aquel adolescente que acudía a su sombra, no importara la hora, con él único propósito de sentirlo. Era extraño estar allí en la arena, percibiendo ese olor a talco de bebé que usaba desde que recuerdo, lo que me daba una falsa ilusión de estar en aquél pasado compartido. -Estás hecho todo un oso cariñoso, vale!-, me dijo con su tono juguetón, intentando robarme una sonrisa. Yo sonreía a medias sin apartar la vista del reloj, eran las cuatro ya y se haría tarde para tomar el bus de regreso, tenía el pasaje comprado para las seis.
Le dejé un dulce de arequipe que compré camino al terminal. Tenía un par de botones de la camisa desprendidos, la cremallera parecía explotar de su pantalón, la lujuria le invadía después de mi abrazo de despedida. No tuve la oportunidad de siquiera tocarle como quería y no debía. El momento no lo precisó.
-Ni lo iba a precisar, loca!, ya usted tiene su hogar con alguien que no la quiere ni de segundo ni de tercer plato-, me decía mi querido Mariano, luego de una carcajada bien delatora en la sala de la casa. – ¡Shhh, chico!, que Russell puede despertarse y escuchar-, dije sin dejar de reírme, ya que sabíamos que todavía no dominaba el castellano (o al menos eso pensaba en aquel entonces). Era cierto, ya era el estable, el que se iba a casar y vivir en una isla remota del primer mundo, no tenía por qué voltear a ver a esos años de ambigüedad que viví con Sebastián, lleno de cercanías furtivas y al mismo tiempo, con sabor a distancia desmechada. – ¡Indeed, indeed!-, decía Mariano, poniéndose la mano en el pecho en un ademán clásico a lo english lady (el “indeed” no venía al caso, lo que nos daba más risa).
Russell acicalaba con aceites su barba como de costumbre, mientras Mariano se despedía al pisar la noche - ¡Amigo, Indeed!, comentó tras otra carcajada cerrando la puerta del apartamento, dejando un ventarrón de emociones sobre mi. Hacía calor pero tenía frío. -Deja la película-, me repetía constantemente sin mucho éxito. Me sostuve en la terraza imaginando su mirada color papelón, el vello del pubis corriendo a su pelvis como dulce melcocha deshilada. Russell no se enteró del desapego que me adornaba el alma y desde el otro extremo de la habitación lanzó un avión de papel (muy clásico de él) que me llevó a tocar tierra.
-Hello, Little one, how have you been?-, decía en susurros Russ, mientras me regalaba un abrazo nocturno. El jet lag le había pegado más de lo normal de su reciente viaje a Glasgow, para arreglar los últimos detalles de la mudanza. Él me conocía bien, cinco años viviendo juntos no pasan en vano; era obvio que mi última visita a Río Caribe mientras él no estaba, me había afectado, aunque él sólo lo atribuía al haberme despedido de mi familia antes de la mudanza. –Wait, let me close the window, babe-, dije, mientras me jalaba con su mano inmensa a nuestro cuarto; al cerrar la ventana, vi que la luna estaba casi llena, muy parecida a aquella noche hace dieciocho años cuando Sebastián salió a mi encuentro entre el gentío que había en el malecón, con su mirada encendida, invitándome a que lo siguiera pueblo adentro. Nos encontramos debajo del sempiterno árbol de pomagás, al lado de la casa del Sr. Julián, cerca del portón del garaje. Ese callejón siempre estaba en calma oscura, ajeno a la vida del pueblo, a excepción de la tonada que escapaba desde el otro lado del portón, alguna de Tío Simón si mal no recuerdo, la que decía “¡Luna, luna llena…menguante!” o algo así. Con esa banda sonora, nos probamos la piel. No dejaba de sonreír a la penumbra, de sonreirme a mi, eso me ponía muy nervioso y al mismo tiempo me erizaba de punta a punta.
Al fondo, de manera muy opuesta a aquella tonada de cuerdas venezolana, esta banda de post-punk americano que Russell suele bailar en la intimidad, de manera energética cargando de gasolina sus venas, usaba las sandalias artesanales que traje como souvenir de aquella tierra que siempre tiende dejar marca en lo más profundo de mis raíces. Mis raices. ¿Cómo podría definir yo mis raíces? Son mis raíces aquellos hombres que han abierto para mi las puertas de su guarnición emocional dejándome tomar todo de ellos, o no y creer. Mis amoríos todos en comunión, mi persona. Un cují, tengo raíces de cují, nacido en tierras semiáridas. Russell tiene raíces enlazadas en este campo manzanar Italiano donde alguna vez me contó sus más profundos miedos y finalmente conseguimos intimar de forma tridimensional, en cambio, las raíces de Sebastián muy propias de aquel árbol de pomagás que hace algunos años atrás fue testigo de uñas llenas de mugre, y el olor de la vaselina que se escurría entre sus dedos, donde finalmente conseguimos intimar de manera tridimensional; son mis raíces. Ahí, frente a mi, Russel sigue saltando de un lado a otro, en su intento fallido de arrastrarme a una mejor atmósfera. Solo se muestra de esta manera para mi. - ¡Qué melodrama cargas!- me digo a mi mismo, -¿Qué haría Mariano?- Entonces paso mi mano sobre mi pecho a lo english lady, tratando de emularle, así me acerqué siguiendo a su juego, enredándome en él y sus torpes movimientos de baile, respirando hondo, sin sentirme muy propio.
Los días ya pasaban más rápido, en un par de semanas pasaría del bochorno húmedo caribeño a la ventisca de un páramo escocés, lo que no me molestaba en lo absoluto, soñaba con eso. No me tomen a mal, yo amo a Russell, me complementa como nadie jamás lo ha hecho, lo que no me esperaba era que ver a Sebastián por última vez me iba a dejar ver esa rama débil de mi arbusto, ése que estaba siendo doblegado suavemente por un recuerdo de salitre. Mientras terminaba de desocupar la biblioteca, encontré mi cuaderno de garabatos de cuándo chamo, ése donde a veces me hacía preguntas a mí mismo; tenía tiempo sin revisarlo, para mí era un objeto sacro que me permitía evadir el espacio y tiempo y comunicarme con el yo del pasado que sufría tanto por sentirse diferente en un sitio donde todos parecían iguales. Muchas de las notas sueltas antes de cumplir 16 eran tristes, hasta aquel noviembre cuando escuché por primera vez como Sebastián tocaba el cuatro a la orilla de la playa. Si, lo sé, suena muy infantil, pero así fue, me obsesioné desde la primera vez, sudaba frío cuando nos veíamos en público y debía pretender que no sólo me gustaban los hombres, que no me gustaba precisamente él. Tanto era el agobio, que decidí escribirle una carta anónima, diciéndole todo lo que soñaba con él; mi vocabulario no era muy amplio y dando traspiés le dije que lo amaba en silencio. Había dejado la carta escondida en una repisa del abasto donde él trabajaba como ayudante, me las ingenié para que el papel quedara junto a su alcance, en una de esas tardes que yo sabía se quedaba solo. Al rato lo vi desde lejos, con su expresión atónita, intentando entender quién le escribía todo eso, si era verdad o lo estaban jodiendo, si tenía una enamorada de la cual nunca se percató antes. Veía de cuando en vez a la calle, incluso se asomó, mientras yo fingía arreglar la cadena de mi bicicleta. Lo malo de ese día fué que en ningún momento le pasó por su mente que pude haber sido yo, y terminó creyendo que había sido Iris, la regalada del colegio con la que se terminó empatando. Quedé devastado como muy bien quedan los adolescentes cuando les rompen el corazón, y no sería la primera vez que él me lo haría a mí. ¡Ironías tiene la vida!, luego de todo eso me juré a mí mismo no prestarle mas nunca atención, lo veía feo, desarreglado, hasta hediondo. Entonces, un año después como por arte de magia me lo encuentro montado en la mata de pomagas del callejón. “¡shhhhhh!” me dijo, tocando sus labios con el índice y me ofreció un par de frutas para sellar la complicidad del momento. Cuando vió que las acepté, se sonrió de la manera más absurdamente sexy, allí fue cuando supe que el daño estaba hecho, mis años de penurias iban a comenzar justo en ese momento gracias a él, con y sin él.
Así es, como témpanos de hielo seco caen estos recuerdos haciendo estruendo a mi alrededor, ruido opaco en el espacio que habito, mi presente. Ha sucedido así, de manera consecutiva y al mismo tiempo intermitente, durante al menos la última década de vida, estas últimas semanas con mayor frecuencia. A veces me encantaría habitar en el universo creado por Michel Gondry para “Eternal Sunshine of the Spotless Mind” y tener el poder de prescindir de ciertas experiencias de vida y personas con las que compartí, consiguiendo evadir el tormento o penuria consecuente de ciclos no cerrados. Incluso así todo esto iría contra mi esencia. Ahí está mi cuaderno de garabatos, cargado elementalmente con energía del tiempo, muy preciado para deshacerme de él bajo un falso fundamento emocional. Sebastián es un ciclo abierto, a punto de cerrar, que insiste en dividirse con cada encuentro imaginario o no, haciendo mitosis una y otra vez, marcando hincapié en nuevos ciclos sin clausura. Cerca de la biblioteca encuentro de reojo, pisado por aquella iguana de esmeralda que heredé de mi bisabuela, el pasaje del viaje que me alejaría de su presencia una vez más y con efecto dominó me acercaria a la superficie firme que estoy acostumbrado, aquellos almuerzos para dos, aquella mal llamada y al mismo tiempo añorada rutina, aquella que carece de aventura pero se encuentra de días adornados con sabiduría y experiencia y lo que me causa más tranquilidad, un clima templado, alejado de aquel sol inclemente que me invita a probar de la cara derretida un helado que no me pertenece. Prohibido, así es Sebastián, prohibido y peligroso. Adictivo también. Desde aquellos dieciséis años, y aquel entrañable intercambio de frutas con tintes bíblicos, no hace más que aparecer y desaparecer, siempre cubierto en escamas brillantes de serpiente. Mientras aparece me torturo, me acerco siempre más, lo pruebo en mis fantasías, y siento la presión de jugar con su fuego, absorto con la intención de quemarme, incinerarme por completo y desaparecer en cenizas junto con él. Anoche lo soñé, soñé nuestra muerte simultánea, y le encontré cubierto en mi espuma como si de semen se tratara, una criatura mitológica del mar, de aquellas costas de Sucre, aunque sea real o imaginario me basta con saber que al término de la noche desaparece, como suele hacerlo, dejándome en resaca, pero seguro.
Ya la mañana del vuelo había llegado. A pesar de haber surcado las penurias comunales de este desorden llamado país, pude lidiar con ellas sin mucho problema, todo estaba en aparente orden, no veía la hora de estar en la zona de embarque y ver como aquella cordillera que me generaba pasión tiempo atrás, iba a desaparecer de mi horizonte habitual. Russell me veía durante todo este tiempo por el rabo del ojo, ya me conocía lo suficiente para darme distancia y no perturbar mis “emociones tropicales” como él solía definir nuestro prontuario de sentimientos tan característico. Maiquetía se me hizo interminable, calurosa, encandilada; toda esa combinación más la resaca de recuerdos me comenzaba a encabronar cuando rodaba mi triada de maletas. Luego ya sentado pensé que iba a llorar, entonces aparece por encima de mi hombro una mano familiar de vellos dorados, siempre prolijos en su estado natural. Esa mano traía un chocolate, el cual tomé y retuvo cualquier indicio de lágrima. Sentía a Russ parado detrás de mí aunque no lo veía, sabía que veíamos hacia la misma dirección. “I know, Babe, I always knew it”, dijo con voz serena mientras mi lógica volaba a mil por hora, “pero…, ¿cómo lo sabe?, ¿qué es lo que sabe?”, pensaba yo mientras se sentaba a mi lado rodeándome con su brazo, mostrándose sonriente y plácido como nunca. Me dijo que aunque nunca le había contado quién era aquel chico que salía en varias fotos de mis álbumes, presentía que era quien había abierto esa caja de pandora que me hacía ser quien soy. Sabía que era algo que él no podía borrar ni pretendía eliminar jamas, porque quien osase intentarlo no me quería realmente, ese “guayabo” eterno era parte de mi identidad, el hombre que él quería a su lado. Por eso insistió en que fuera a Río Caribe, esa raíz que siempre estará allí y no podía negar. “Eres mi eterno fauno, recuerda que tú me escogiste a mí”, dijo en perfecto español mientras tocaba mis rizos negros. Yo no podía salir de mi asombro (por lo que me decía y porque habla mejor español de lo que creía saber). Esos ojos aguarapados escoceses me veían de una forma muy dulce, como la primera vez que nos vimos. De alguna manera sus ojos me recordaban a los de Sebastián, entonces mi mente hizo una matemática muy simple: había una parte de la esencia de uno en el otro, sólo que éste último era una versión mejorada mil veces, que sí sabía lo que sentía por mí y no tenía temor de vivirlo, punto. Ya sentados dentro del avión, veía como el personal trabajaba en la pista bajo ese clima inclemente, preparando todo para la salida; había un grupo de ellos bromeando sobre quién sabe qué, uno de ellos con su piel de papelón y su uniforme desabotonado en el pecho se seca el sudor de la frente y sonríe, mirando casualmente justo en mi dirección. “Adiós, Sebastián, que seas feliz”, pensé cuando rodamos hacia nuestra zona de despegue.*
(Cuento a "cuatro manos" escrito por: Jorge Gonzalez & Genry Mendoza. Marzo 2017)